domingo, 5 de abril de 2020

ARTÍCULO DE MARTÍN CAICOYA

Agua y jabón

De cómo un médico que acabó en un manicomio, Semmelweis, descubrió en el siglo xviii los beneficios del lavado de manos prequirúrgico

04.04.2020 | 03:19
Agua y jabón
Cuando el dictador Franco inició su programa de construcción de hospitales para obreros, su ministro Girón de Velasco, promotor principal de la idea, decidió que las instituciones sanitarias se denominaran residencias. El nombre de hospital se asociaba a pobreza y muerte. En la Viena de mediados de siglo XIX, lo mismo que en muchas otras ciudades, se habían creado maternidades para que las pobres, las prostitutas, las madres solteras parieran en un ambiente seguro. El principal objetivo era evitar el infanticidio. Pero en los hospitales las madres morían de fiebre puerperal. Ignaz Semmelweis tenía 26 años cuando entró a trabajar en una de las clínicas ginecológicas más importantes de Viena. Era además la que tenía un tasa de mortalidad por fiebre puerperal más alta. Las gestantes, que temían ser ingresadas allí, se escondían para no hacerlo. A Semmelweis le intrigaba por qué en la otra clínica la mortalidad era la mitad. Y lo más inquietante, cuando las mujeres asignadas a su clínica lograban no ingresar, su mortalidad era menor. Recogió todas esas estadísticas. Y con un tesón admirable, empezó a descartar causas. Al final solo le quedó una diferencia notable. Su clínica era docente para médicos y la otra para matronas. Los médicos operaban tras explorar cadáveres con las manos desnudas.
Una observación le puso en la pista. En la autopsia realizada a un compañero que había muerto como consecuencia de haberse herido con el bisturí mientras realizaba un examen post-morten, los tejidos tenían una semejanza llamativa con la de las mujeres muertas por fiebre puerperal. Dedujo que la materia cadavérica contaminaba y mataba. Entonces aún no se había demostrado la existencia de gérmenes nocivos. Semmelweis propuso lavarse las manos antes de operar con un solución de lejía porque había observado que con ello se mataba el olor cadavérico. La mortalidad se redujo en el 90%. Era el año 1847, aún tardaría diez años Pasteur en elaborar la teoría infecciosa y más de veinte Koch en demostrar que un bacilo produce el Antrax.
Semmelweis, de carácter colérico, desafiaba la ortodoxia médica cuya capital era Viena. Dos años más tarde fue expulsado del hospital. Humillado y despreciado, regresó a su Buda natal con la salud mental rota. Años más tarde ingresó en un manicomio. Un enfermero lo golpeó. Las heridas por estallido, ideal para el crecimiento de algunos gérmenes, no las curaron con antisépticos. Murió a los 47 años víctima de la gangrena. Ya entonces un cirujano escocés, Lister, había logrado instituir el lavado de manos prequirúrgico. Se cree que no conocía la experiencia de Semmelweis.
Sabemos que las manos de los sanitarios son el mejor medio de transporte de gérmenes entre pacientes. También las de otras personas que los atienden. Las infecciones relacionadas con el sistema sanitario, antes llamadas nosocomiales, son una importante causa de morbilidad, mortalidad y retraso en las altas hospitalarias. Su lucha tiene varios frentes, el principal: el lavado de manos. La OMS recomienda utilizar jabón. Para hacerlo bien se han diseñado varios pasos. Comience, tras untarse de jabón, frotándose las palmas de las manos entre sí; ahora hágalo con la palma de la mano derecha contra el dorso de la mano izquierda entrelazando los dedos, y viceversa; lo siguiente es frotar las palmas de las manos entre sí, con los dedos entrelazados; frote ahora el dorso de los dedos de una mano contra la palma de la mano opuesta, manteniendo unidos los dedos. Ya solo quedan dos movimientos: rodear el pulgar izquierdo con la palma de la mano derecha y frotar con un movimiento de rotación, y viceversa, y frotar la punta de los dedos de la mano derecha contra la palma de la mano izquierda, haciendo un movimiento de rotación, y viceversa. Todo esto, incluido enjabonarse, aclararse y secarse con toalla desechable con la que cierra el grifo, lleva entre 40 y 60 segundos.
Se usa jabón, ese material tan antiguo y ordinario, no las sofisticadas soluciones alcohólicas. El jabón está compuesto de moléculas en forma de alfiler. La cabeza ama el agua (hidrófila), mientras que la cola la evita (hidrófoba): busca unirse con aceites y grasas. En el agua las moléculas pueden flotar solitarias o formar pequeñas burbujas llamadas micelas. Se ordenan con las cabezas (hidrófilas) apuntando hacia afuera y las colas en el interior. Estas son las características que las hace letales para las bacterias y virus que estén envueltos en membranas lipídicas como el COVID-19. En esas membranas se intercalan las proteínas con las que abren las células para infectarlas. Cuando llenamos las manos de jabón, sus colas hidrófobas que intentan huir del agua encuentran acomodo en las envolturas lipídicas de los gérmenes. Los rodean, rompen su membrana y los matan. También pueden actuar cortando los enlaces que unen a los gérmenes con la piel: sueltos se los lleva el agua.
Semmelweis utilizó la lejía porque como a todos nosotros nos huele a limpio. Lister una solución de fenol. Lavarse con agua y jabón es la mejor manera de evitar que las manos nos contagien o contagien a otros enfermedades infecciosas.

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