En una carta a Paul Engelmann, un inesperado
Wittgenstein calderoniano le decía que nuestra vida es un sueño, sí, pero que
en algunos momentos decisivos nos despertamos y podemos llegar a saber que
estamos dormidos. Es una vuelta de tuerca al sueño de Segismundo. El despertar
no llega con la muerte sino que acontece en vida, pero sólo en momentos
supremos y a pocas personas. Por lo que sigue en la carta, yo creo que
Wittgenstein se refería a sí mismo y a otros pensadores de igual calibre
intelectual, como Schopenhauer, capaces de recibir en forma de luz instantánea
la visión de nuestra existencia en tanto que delirio onírico. Un estado similar
a la muerte, pero con imágenes que no podemos variar porque varían ellas solas.
Así que, a diferencia del dolor, que es lo ajustado a los vivos, vivimos la
muerte ajena (jamás la propia) como un suceso cargado de sentido a pesar de su
trivialidad.
Por eso muchos hablamos ahora de Rubalcaba como en
un sueño: fue un hombre inteligente y con estudios superiores, uno de aquellos
socialistas íntegros que tenían una idea firme de cuál era la sociedad por la
que luchaban. De ahí su destacado empeño para acabar con los asesinos vascos.
Nunca habría consentido a Otegi. El siguiente sueño de los socialistas vivos,
en cambio, han sido dirigentes sin usanza laboral, sin estudios, sin entereza
moral, sin una idea de sociedad. Jefes solipsistas, frívolos e incapaces de
despertar para constatar que están dormidos. Yo veo la desaparición de
Rubalcaba con la penosa emoción que me produce el derrumbe de la aguja de Notre
Dame. Desaparece algo irrepetible. La próxima aguja no será de madera, ni la
construirá Viollet. Será el resultado de una lucha entre codicias y empresas.
Será, posiblemente, virtual
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